domingo, 25 de septiembre de 2016

Reedición de «Tantadel»

A más de cuarenta años de la primera edición de Tantadel del gran escritor mexicano René Avilés Fabila (1940-2016), publicada en la colección Letras Mexicanas, del Fondo de Cultura Económica, básicamente todo se ha dicho de ella. Ha sido analizada por eruditos y expertos desde casi todos los puntos de vista, en fondo y forma. A nivel discursivo, semiótico y psicológico. Los críticos nos han descrito la intención de un personaje sin nombre, un narrador que habla en primera persona, que se confiesa. Lo han calificado de egoísta, de megalómano, evasivo, sensible, celoso, cínico, manipulador, egocéntrico y compulsivo. Lo mismo que culto y de ideas claras que justifican su proceder a pesar de que con ello se condena. Pocos se centran en Tantadel, la mujer amada y odiada; la mujer liberal que no lo es tanto; la brillante, que termina por no serlo; la que tenía sus ideas, que no defiende; la que se equivoca por cándida y necia, la que resiste hasta cierto punto, la que claudica. Incluso, algunos, nos cuentan el final, nos anticipan una sorpresa y casi nos la arruinan. Todos han destacado el nivel literario de René Avilés Fabila, de su talento para resolver una historia que parece sencilla, de manera compleja, llena de capas y capas que nos persuaden a seguir profundizando hasta dar con el límite entre realidad y ficción, hasta fijar la frontera entre lo verosímil y lo increíble, y todavía más, hasta dónde el lector juzga, interpreta y espera de los personajes reacciones que él mismo tendría en su lugar.
Entonces, esta noche, me pregunto, ¿qué puede decir una simple lectora, una diseñadora gráfica que se aficionó tarde a la literatura? No la leí hace cuarenta años, era una niña y asistía a un colegio de monjas, además mi madre no la dejaría con descuido botada por ahí como algunos otros libros que sí leí porque la hacían reír y me mataban de curiosidad. No la leí tampoco a los veinte ni a los treinta. La leí después de haber conocido a su autor en persona, así que los ojos que repasaron sus renglones se preguntaban otras cosas. No he dejado de cuestionarme sobre qué tanto de sinceridad hay en la confesión de su narrador que empieza: «Me prometí objetividad, más que eso: me exigí veracidad, contar las cosas tal como sucedieron, ser honesto, sobre todo hablar de los sentimientos y pasiones que movieron cada acto de mi relación con Tantadel»; si después él mismo afirma: «Nadie habla con la verdad, yo menos, aunque en ocasiones me permití soltar pequeñas dosis de honestidad, meras claves para resolver el enigma que mi presencia te proponía. En una relación amorosa vivimos mintiendo, diciendo falsedades, exagerando los hechos. De lo contrario, sería el fastidio, la monotonía. En el engaño reside buena parte del atractivo...». Uno se pregunta invariablemente ¿qué tanto el autor es este narrador y qué tanto pertenece a la ficción? Uno podría preguntarle quién es Tantadel si ella existió o fue un sueño, igual que se pregunta el personaje en las primeras páginas al evocar a la protagonista.
¿Qué puedo yo opinar sobre la literatura contenida en estas páginas si desde ellas ya fui reprobada por el narrador que conduce las discusiones a su terreno con severidad y un implacable juicio «[Tantadel] Era como todo mundo: habla de literatura —¡pobre literatura!— por haber leído dos o tres libros deplorables, best-sellers; por conocer algunos apellidos de escritores y entonces siente derecho para comentar cualquier obra, cualquier autor […] Qué desprecio por la literatura». Y es que René fue un ávido lector desde la infancia, desde luego, a los 25 años, la edad de su personaje, ya era culto y erudito; se nota en toda su obra y en Tantadel no desaprovecha la ocasión para darnos deliciosas clases de literatura y una que otra nota de comunismo y trotskismo. A Tantadel le reprocha su limitada cultura, el jamás haberla visto con un libro en las manos o, como decían de un tío mío: «¿Qué va a ser culto? su cultura es de crucigrama». De hecho esto es causa del desamor; lo que una veía como afinidades el otro lo juzgaba impiadosamente y veía como una razón para odiarla. Así que vuelvo a preguntarme: ¿Qué puedo decir que no hayan señalado antes Bernardo Ruiz, Jennie Ostrosky o Theda Herz a quien cito: «Tantadel sugiere que la composición y lectura de la ficción renueve nuestra fe en la sagrada valía per se del arte. En suma, la novela testifica la existencia y eficacia de la trinidad artística [autor/texto/lector]. Ninguno de los elementos de la triada puede faltar, a menos que se sacrifique la misteriosa totalidad que es generada y engendrada por la literatura».
Antes de leer Tantadel, leí, entre otras obras del maestro, La cantante desafinada, El amor intangible y El libro de mi madre, leí tres o cuatro volúmenes de sus cuentos y además su periodismo. Realmente es poco de lo mucho que ha producido René a lo largo de 52 años como escritor, cuyos temas quedan siempre salpicados de cultura, literatura y un humor muy peculiar. Lo más notorio para mí fue su sensibilidad, profunda o ligera, que subyace en el contenido según el caso y la intención. También logré dar con su léxico, con sus palabras identitarias las que suele buscar y asociar por sus sonidos y que muy a menudo significan mucho más que su sentido literal. Me familiaricé con su natural propensión a la brevedad que provoca que su narrativa, sin importar el género, ostente un estilo fresco y único, directo, cargado de veracidad indiscutible, humor ácido, sátira, ironía, fantasía, tal vez por eso siempre nos tiene al borde de la silla y es imposible detener la lectura, con sus libros hay que continuar de un tirón hasta el final. En particular, Tantadel ofrece innovaciones en su estructura a base de palabras, si no novedosas, escritas de manera casi fonética como sicólogo o chou; y de juegos en la secuencia de los textos: corren en paralelo descripciones en las que el personaje-narrador-anónimo se duplica a sí mismo; por un lado nos detalla lo que dice a Tantadel con la intención de herirla, mientras que en las apostillas nos pinta la imagen que en su mente toma forma como concreción de lo que sus palabras logran: Tantadel furiosa, Tantadel herida, Tantadel jugueteando nerviosa con el cigarrillo, Tantadel en la orilla de la cama sin colgar el teléfono como hubiera correspondido. Además, introduce alteraciones en la puntuación que pueden volver locos a editores y correctores de estilo, como lo son las diagonales con que interrumpe un párrafo, o la larga línea sobre la base del renglón que representa un silencio o un titubeo en el discurso de un personaje, que se ha quedado sin palabras.
Otros aspectos que le dan vigencia a la novela son la atemporalidad y la audacia de la heroína y su pregonada libertad que, para aquellas épocas, era demasiada hasta para sí misma, desde luego lo es para el misterioso narrador que sucumbe de celos y en el fondo pretende tenerlo todo: a Tantadel íntegra para sí mismo, una esposa perfecta —por ficticia que fuera— y una amante ocasional. Tantadel, ante los ojos de las nuevas generaciones, goza de la libertad que la mujer busca hasta la fecha, es independiente, es aquella mujer que vale por sí misma y no necesita de un hombre para sentirse completa, es la que le pide a su pretendiente agregar valor a su vida si es capaz, de lo contrario prefiere dejarlo fuera. La atemporalidad la logra gracias a sus descripciones puntuales y poco detalladas, sólo lo que es necesario para el contexto o dar alguna pista, evita entrar en detalles sobre locaciones, épocas, modas.
En el discurso de esta primera persona-narrador, René se encarga de ir introduciendo los elementos que justifican su violencia, su agresividad y orilla al lector a sentir empatía hacia él, a esperar la inevitable ruptura y a culpar a Tantadel por no haber entendido nada. Pero tal vez eso sirviera en el pasado, hoy la reacción de un nuevo lector acaso sea distinta, y más si se trata de una joven lectora. Es probable que le gritara a Tantadel que deje a ese abominable hombre que la acorrala con su arrogancia, sin comprender por qué lo soporta, que le diga que es él quien no entiende nada, que no la merece. Claro, estas son sólo suposiciones y no debo anticiparme; sin embargo, me parece que se convierten entonces, en la necesidad y la razón para leer o releer esta novela fabulosa y fantástica, que ni es un manual de empoderamiento ni tampoco una versión de ¿Cómo perder un novio en diez días?, sino la cruda realidad de las relaciones amorosas fallidas, del fracaso del amor y de una elección equivocada, como reza el epígrafe de la escritora norteamericana Carson McCullers con que René inicia la novela: «En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas».

René me escribió en una carta: «Tal vez sueñe, pero es lo que hice desde niño y eso me condujo a la literatura», de esto hoy me congratulo, y por ello para mí fue un privilegio haberle dado forma física a la imagen de Tantadel en la portada y a su maravilloso texto en las páginas de la colección Marea Alta de Lectorum, para ver por fin el renacimiento de esta obra que engrandece las letras nacionales, que siembra algo imborrable en quien la lee y de la cual se dice que es su mejor novela.


por Victoria García Jolly