viernes, 27 de febrero de 2015

I

cara y caricia

son lunas llenas

en cuartos menguante

caricia creciente

            sutil

manos y caras

razón del amor

de luz bella y tenue

cordones sin amarras dulces

            sin lazos

que entretejen buganvilias

y forman trenzas de besos

que te doy

porque te quiero

sábado, 21 de febrero de 2015

Esperando el Cuevario





Hace años, cuando mi adultez comenzaba, cuando todavía mi inocencia rayaba en la estupidez y mi malicia era casi inexistente, es decir, cuando tenía yo veinte años, pasé un verano en la ciudad de Taxco, en el estado de Guerrero.
De aquellos días conservo recuerdos vívidos de casi todo; destacan los de los conferencistas que nos visitaron. No recuerdo sus palabras, pero tengo memoria de las visitas de Manuel Felguérez, que fumó su pipa y sonrió todo el tiempo. Estuvieron Juan García Ponce, ya en su silla de ruedas, y su hermano Fernando, con su barba abundante, quien cayó en el jueguito infantil y estúpido de uno de mis compañeritos —cuyo nombre he olvidado—, que se dedicó a contradecirlo e increparlo hasta que lo sacó de sus casillas. Pero uno de los sucesos más peculiares fue la visita de José Luis Cuevas.
Recuerdo su pose durante el tiempo que estuvo hablando: el codo sobre la mesa ostentando su muñequera de piel tan emblemática y el cuerpo echado hacia delante, con esa actitud de «mírenme bien, ustedes saben quién soy. Yo soy su padre». ¿De qué habló? No tengo la menor idea, pero puedo imaginar que de sí mismo y su obra, o de cómo fue el primero en hacer tal o pintar cual. Debo confesar, también, que en esa etapa de mi vida era altamente influenciable y desarrollé un prejuicio hacia el maestro un poco antes de saber que estaría frente a él; desde que me enteré que se hacía tomar una foto diariamente para contemplarse, o para registrar su inevitable envejecimiento, o su natural deterioro de «guapito» a viejo. Aquella noche en Taxco, al verlo desde lejos y comprobar que el señor estaba más interesado en posar para nosotros que en enseñarnos algo valioso, me dejé atrapar por mis ideas preconcebidas y, al final, acabé pensando que era antipático y el peor conferencista que habíamos tenido durante aquellas semanas.
Terminada la plática, mi amiga Linda y yo salimos lo más pronto posible para dirigirnos a una habitación que teníamos casi prestada, pues de ninguna manera el dinero que se había pagado por ella se acercaba a la tarifa normal que cobraba el Centro Gastronómico Guerrerense que ocupaba parte de la Hacienda del Chorrillo y que dividía a la Escuela de Artes Plásticas en tres secciones. En la superior, ya casi bordeando el monte, estaban los talleres de pintura y grabado. En la media, que era el casco, estaba el Centro Gastronómico que también funcionaba como hotel boutique, donde precisamente estaba nuestra habitación. Al borde de la carretera, junto a los arcos que marcan la entrada a Taxco, se encontraba la tercera sección, que correspondía a los talleres de escultura, platería y las oficinas, mientras que, del otro lado, la hacienda se convertía en el Centro de Convenciones, donde cada noche se impartían las conferencias. Más abajo aún, casi en el fondo de la cañada, había un galerón enorme, altísimo, con paredes de piedra desnuda y grandes ventanales de arco de medio punto sin marcos ni vidrios. A través de ellos veíamos la agreste vegetación y escuchábamos el agua que bajaba desde el cerro y se perdía en un riachuelo rodeado de una espesa vegetación. Ese galerón funcionaba como el taller de tapiz en el cual pasé todas las mañanas de mi estancia en Taxco.
Pues bien, salimos corriendo hacia nuestra habitación porque, como cada noche, comenzaba el aguacero; había que salir del fondo de la cañada, atravesar la carretera, los talleres de escultura y salir de nuevo por un portonzuelo bajito y pesado a una calleja de piedra que conducía al casco de la hacienda. Linda y yo íbamos casi empapadas cuando, al abrir aquel portón, encontramos a Cuevas medio mojado y encorvado para poder guarnecerse bajo el quicio. Al vernos, reaccionó con una bondad y afecto paternal inusitados: había olvidado su pose —quizá por estar a merced de la lluvia—. Preocupado, quiso saber adónde íbamos; lo cierto es que estábamos casi a punto de llegar, sólo faltaba atravesar la calle y andar otro tanto más hasta una curva para dar con nuestra habitación de techos de teja y decorado colonial en la que encenderíamos la chimenea para calentarnos —así de chula era—. «No, niñas, no se mojen más, están por venir a buscarme en coche, yo las llevo». Antes de que llegara el vehículo que nos salvaría a todos de morir ahogados o por lo menos de pulmonía, nos preguntó si habíamos estado en la conferencia y quiso saber también a qué taller estábamos atendiendo. Supongo que no sabía mucho del tapiz, pues no comentó gran cosa, lo salvó la llegada del coche. De inmediato nos subimos en la parte trasera, yo primero, luego él y después Linda. Adelante iban un chofer y, de copiloto, el director de la escuela, Francisco del Toro. Fue tan corto el camino y duró tan poco el aventón que al maestro sólo le dio tiempo de preguntar por nuestros nombres.
Linda y yo quedamos sorprendidas: ¡Cuevas era otro fuera de los reflectores! Era otro por estar mojado e indefenso, por estar solo, por no desear otra cosa que proteger a unas niñas. En resumidas cuentas: Cuevas dejó de ser Cuevas para ser un tío amoroso de unas sobrinas que olvidaron sus prejuicios para quererlo y admirarlo.

No mucho tiempo después empezó a editarse cada domingo el suplemento El Búho del periódico Excélsior, que incluía el «Cuevario» del maestro. A pesar de mi nivel de estulticia e ignorancia, sus historias se me parecían increíbles; se me hacía imposible que en las narices de Bertha, su mujer, se largara con una y con otra, que gozara de tanta popularidad y entrega de mujeres que solía conocer por montones. Por muchos años seguí leyendo su «Cuevario» con la única esperanza de ver convertida esta inocente historia en una aventura erótica en la que contara, tal vez, que él se había quedado en nuestro cuarto con chimenea, donde habríamos tenido un espectacular ménage à trois todo el fin de semana, o que detallara cómo él y Francisco nos habían elegido, cada uno a la suya, para llevarnos a sus propias habitaciones y quitarnos, de una vez, la inocencia. Pero no, nunca sucedió. Cuevas jamás escribió nada semejante. Tal vez —pienso, con la poca ingenuidad que me queda—, que todo lo que ha contado en su columna tenga mucho de verdad.

jueves, 12 de febrero de 2015

Reflexiones


febrero 21, 2006

Le gusta el color blanco. El blanco es un color limpio que le hace sentir purificada y cómoda. Lo blanco de su cama, de las paredes, de las sábanas, las toallas, su bata de baño, algunos utencilios de cocina —hubiese querido decidir mejor por una vajilla blanca—, también su computadora de escritorio es blanca y, porqué no decirlo, de su ropa interior —aunque no toda. El color blanco desprende diferentes expresiones del ambiente de la casa. Tengo la impresión de que ella quisiera que todo fuese blanco, incluso los muebles. Me imagino que el blanco le transmite una sensación de calma, plenitud, alegría, limpieza. La he visto hojear revistas de casas blancas y se emociona, su carita se pierde en el registro de la imagen en su mente. «Y es que el color blanco tiene una fuerte sensibilidad frente a la luz. Es la síntesis de todos los colores. Todos los colores. ¿Te das cuenta? Algo así como la conjunción de lo absoluto, de la unificación del todo». Lo que oculta, lo que neutraliza, lo que equilibra. Su inocencia, su perversión, su risa, su llanto, su mejor y su peor cara.
Jo

Destiempos

Los destinados a encontrarse no siempre lo hacen cuando deben, no siempre los caminos se emparejan, sólo se cruzan. Así esta historia, es sobe un cruce de caminos, de una atracción tonta, de una infatuación latente en el tiempo. No se sabe, porque no lo recuerda, quién inició el contacto en el Skype, muy probablemente ella porque andaba buscando gente en Francia para poder platicar en francés. Pero el hecho es que así conoció a Augusto, como lo llamaba entonces, como lo menciona en su diario, conoció a Carlos Augusto Uribe, colombiano. Sí lo sabe, es uno de sus peores defectos, sus compatriotas todos son poca cosa para sus ojos, los juzga a todos de la misma manera por cuestiones personales que son parte de otra historia más común y vulgar.

Carlos, como debe nombrarlo ahora, era un jovencito recién llegado a París y ella una mujer divorciada, frustrada y cansada de estar sola, de no tener más vida que el trabajo y los hijos. En aquel entonces su insatisfacción y sus tribulaciones eran el eje de su vida. Sus planes a futuro no rebasaban los 25 años de sus hijos para incurrir en prácticas riesgosas que cercenaran su vida. Sí, de alguna manera, pulsiones de muerte poblaban su cabeza y no dudaba en decirlo abiertamente: «me aventaré del bongee sin amarrarme». Pero sucedió una noche, o un día, tampoco lo recuerda, que entraron en contacto, y que ese contacto en días había traspasado los límites de la distancia, de las fronteras y de la razón.

Nació entre ambos un entendimiento, una atracción que lo distraía a él de su trabajo y a ella del suyo y de su vida. La diferencia de horarios los obligaba a desvelarse o a madrugar para poder mantener todo tipo de conversaciones; desde la frivolidad de los avatares cotidianos del transporte, la comida y todos los pendientes que no realizaban en el trabajo, hasta unas más profundas, excitantes y más personales. También, y éstas fueron muchas, las eróticas, ella lo motivaba y él a ella, ella escribía y no hacía nada, no sé si él escribía y hacía, pero hacía como que hacía o decía que hacía. Recuerda una madrugada para ella, pleno medio día para él, que dijo haberse salido de la oficina y haberse ido a refugiar debajo de una escalera mientras las palabras seductoras y sensuales aparecían en ambas ventanas del Skype. Se dejaban envolver por la fantasía, y los sentimientos que surgían eran reales; tanto, que pasar a pelear, discutir y enervarse fue muy fácil. La dificultad de los horarios y lo poco que se puede hacer cuando se hace esto desde la oficina provocaba desencuentros y plantones involuntarios que el otro solía mal interpretar. Peleaban entonces. Cada uno reclamaba lo suyo hasta que Augusto preguntó: «¿Qué quiere una mujer adulta y exitosa con un escuincle como yo?», a ciencia cierta no sabía y todavía no lo sabe. Compañía, tal vez, o evadirse, no lo sabe. Pasados unos dos meses la intensidad de esta relación había conocido su punto de renuncia, es decir, no pudieron continuar y la comunicación empezó a ser menos frecuente, casi inexistente.

El mes de febrero del año siguiente fue invitada por un amigo, cuya historia es digna también de
contarse, a un pequeño poblado portugués donde está su casa, una hermosísima cabaña de piedra y
techos de madera. Para llegar hasta allá debía tomar un avión que la llevara a Madrid o a París. París
había sido el viaje esperado de toda su vida, así que no dudó ni un segundo en elegir ese vuelo, además en fechas le ajustaba mejor. Ya entrada en gastos decidió que estaría tres días en la ciudad de sus sueños antes de partir hacia Viceu. De inmediato le mandó un mail a Augusto: «¿Y si nos viéramos en París?». Él contestó en seguida emocionado pidiéndole que lo tuviera al tanto con los
planes, le mandó un mapa, la ayudó a elegir el hotel, que resultó estar en las afueras de la ciudad,
intercambiaron teléfonos y todo quedó dispuesto. Llegando a París recibió sus indicaciones para
llegar hasta el hotel. Todas mal y se perdió. Varias horas después ya instalada lo contactó de nuevo y
acordaron el tan ansiado primer encuentro.

Él le pidió que se dirigiera a la estación Charles de Gaulle Étoile frente al Arco del Triunfo, en la
glorieta que lo alberga se topó con un grupo de muchachos y uno de ellos gritó: «¡Viva México!». Era él, Carlos Augusto Uribe, colombiano de pelo chino, largo, lentes, y unos labios besables. Su grupo de amigos, todos colombianos, incluía a una niña que resultó no ser la pareja de uno de los muchachos, como supuso al principio, sino la de él. En ese breve lapso de principio de año la noviecita dejada unos meses atrás en sus país natal se había trasladado a París en busca de su amor y un futuro. Karen se llamaba la niña. Ella tardó un rato en darse cuenta, porque Augusto no dijo nada, pero su trato frío y distante lo confirmó. Caminaron juntos hacia la Torre Eiffel y la única foto que tiene de ella en la ciudad es una que le tomó él mismo con una cámara que casi le impuso su socia, porque ella no tenía la menor intención de llevar una. Esperaba poder guardar todas las imágenes del viaje en su cabeza, en sus recuerdos, así que agradeció la imposición. El caso es que Augusto le tomó una foto con la Torre de fondo, pero no se hicieron una juntos. Al caminar de regreso hacia la estación Trocadero, el grupo se adelantó y ellos se tomaron de la mano, probablemente cruzaron una de esas miradas que lo quieren decir todo o que uno supone lo dicen todo o, incluso, uno supone que dicen lo que se quisiera escuchar: «Te besaría ahora mismo». Era un desencuentro, un mal momento, como los del Skype. Al día siguiente, y los siguientes, ella intentó llamarlo sin éxito. Volvió a París una semana después, no lo llamó, le pareció inútil. Sus caminos se cruzaron apenas, sin consecuencias. Tal vez supieron en ese momento que no sucedería nada en el futuro.

A su regreso a México retomaron sus conversaciones en Skype de manera esporádica, pero ya no fueron las mismas. Una serie de mails en que se saludaban da cuenta de lo imposible que era
coincidir. La vida de cada uno debía responder a otros intereses y así se sucedieron meses sin hablar y después años. En 2008 hubo una serie de encuentros que se dieron a raíz de un mail titulado —como una canción— L’amour existe encore? En una breve, pero sorprendente, conversación, ahora en el Messenger Carlos A. dice: «Quiero verte, quiero hacer el amor contigo durante horas, quiero sentir tu aliento cerca de mí, quiero escucharte gemir de placer junto conmigo, quiero verte dormir a mi lado». Pero esas palabras llegaban demasiado tarde, todo era imposible, seguía siéndolo. Después de eso ya no volvió a saber de él. Con el paso de los años llegó a olvidar casi por completo a Carlos A., y digo casi porque siempre que el iTuns aleatoriamente la hace escuchar L’amour existe encore, es imposible no recordarlo con nostalgia.

Habían pasado diez años de aquel primer encuentro cibernético cuando recibió un nuevo mail: «Hola. Espero que estés bien! Dime si este correo llega a ti, necesito hablarte! Besos de Strabourg! Carlos». Le dio una alegría inmensa volver a saber de él. En otros correos le avisaba de una visita que haría a la Ciudad de México por cuestiones de trabajo en fechas determinadas: del 6 al 12 de diciembre. Malas fechas para ella, pues estaría de viaje hasta el día 7 y la esperaban días de mucho trabajo, es decir, el encuentro se preveía ya limitado por el tiempo. Después de varios correos, dos meses de espera y una ansiedad tremenda porque se iba el lunes 8 completo y no lograban comunicarse, acordaron en el Whatsapp verse en Insurgente Sur 1581 a las nueve de la noche, que resultó ser el hotel donde él se hospedaba. Estando por llegar le indicaba en el Whatsapp que subiera a la habitación 346, que estaría en la ducha y que dejaría la puerta abierta. Siguió las instrucciones y lo primero fue saludar, él desde la regadera y ella desde el área de las camas. No tardó en aparecer
envuelto en la típica toalla blanca. Verlo por primera vez en casi diez años, ahora semidesnudo, con el pelo muy corto, la misma boca besable y una barba igualmente corta, pero bien arreglada, fue poco o nada de lo que esperaba, sólo recordaba sus labios. Se saludaron con un púdico abrazo, el hombre estaba mojado y desnudo, no estaba para abrazos afectuosos, o al menos eso pensó ella. Pero tras cruzar unas palabras sobre hechos recientes se sentó en la cama al tiempo que él dijo: «Estás muy bien», y en seguida se le fue encima y la besó como esperó que lo hiciera hace años en París y como, tuvo que admitir, venía fantaseando desde que le avisó que se verían, y también por todo el pasillo que conducía del elevador a la habitación. Luego él buscó en su maleta con qué vestirse. Finalmente se sentó junto a ella, que aprovechó el momento para darle un libro sobre café que le llevaba de regalo y que él recibió entusiasmado: «¿Sabes? El café es mi bebida favorita». No supo si eso lo sabía del pasado o fue coincidencia, porque se lo llevó por su propio gusto; quería que él tuviera algo más de ella, por eso le dio este libro que recibió con otro beso. Se dejaron caer de espaldas en la cama, pero ella dejó que sus pensamientos afloraron a su boca en forma de risa: «¿Por qué te tardaste diez años para besarme?», «Nos lo debíamos desde París». Mejor salieron a cenar y platicaron delicioso y se hicieron amigos en Facebook. En realidad ya lo eran, pero no sabían cómo ya no lo eran. Ella quería más besos mientras cenaban ensalada y brindaban con cerveza. Durante todo el encuentro no salía del asombro, le pareció increíble porque nunca imaginó volver a verlo ni de casualidad, se lo dijo. En cambio, él afirmó que siempre tuvo la seguridad de que la volvería a ver, que no sabía cuándo pero que la volvería a ver. Esas frases complacen y hechizan, y es cuando uno pierde.

Al salir del restorán ella no pensaba más que en volverlo a besar y le parecía que él también, ya en la parada del Metrobús soplaba el aire helado de la medianoche y la abrazó con ese pretexto. Regresaron juntos al hotel y ella pidió subir al baño. En seguida tomó el teléfono para llamar a un taxi. No quiso pensarlo mucho o no hubiera podido salir de ahí y dejarlo trabajar como lo necesitaba. Le dijo que tenía que preparar unos slides para el curso del siguiente día. Ella le reclamó por no haberlo hecho el domingo, así que él reclamó que ella no hubiera estado el domingo en la ciudad. Después de colgar la llamada le dijo que tenía diez minutos y él preguntó para qué, ella dijo que para besarla, pero él tenía más en mente. Ella lamentó mucho haber pedido el taxi, pero tenía la esperanza de verlo el martes, el miércoles y el jueves. La abrazó, la besó, la desvistió y se desvistió. Todo fue muy rápido, pero hubo una mirada de esas que lo dicen todo, había algo que no supo cómo describir, algo se conectaba. Todo acabó justo al tiempo que sonaba el teléfono; desde recepción avisaban la llegada del taxi. Entre risas nerviosas y sorprendidas ella le dijo que le debía un orgasmo. Mientras él, de pié, desnudo la veía vestirse para salir corriendo, se dieron un beso con la esperanza de verse a la noche siguiente. Ella no salía de su asombro, ¡tanto tiempo y la infatuación se mantiene! Pero se repitió la historia de París; ni el martes, ni el miércoles y tampoco el jueves pudieron reunirse. Cruzaron algunas conversaciones en el Whatsapp, su trabajo y su falta de voluntad, ella cree, impidieron un nuevo encuentro. En este par de horas juntos faltó también la fotografía.

Su desilusión y su contrariedad la llevaron a una reacción, lo tuvo que reconocer después en un correo que le envió, exagerada. Maldijo el tiempo, y que en una semana la hiciera revivir todo aquel
desencuentro de Skype y de París. Plantada igual que entonces. Él le pidió que lo viera el día 27 en el  aeropuerto cuando estuviera de paso, apenas una hora en su camino de Colombia a Francia, se negó. Estaba enojada con él, pero en el fondo era consigo misma por necia y por ilusa y por dejarse llevar por esta fantasía a través del tiempo. Además, había caído enferma con una bronquitis tremenda y los medicamentos no hacían efecto más que en su ánimo. Igual que en París era un mal momento, los caminos se cruzan, pero no se juntan.

Días después, en una actitud menos trágica, acudió como él lo pidió al aeropuerto, y quiso la mala suerte que el desencuentro se repitiera, ella en el piso de las llegadas y él en el de las salidas, cuando al fin se encontraron faltaban no más de diez minutos para que abordara su avión. No estaba solo. Ahora una exnovia avecindada en México y aunque iba con su pareja, resultó un estorbo. Juntos caminaron hacia la puerta de acceso a las salas de abordaje, él le pasó el brazo por la cintura y ella se colgó de su hombro pues su backpack impedía cualquier intento de cercanía. Él le dijo en voz baja: «No puedo besarte» y se miraron una vez más con esa mirada que expresa lo que uno quisiera que el otro dijera: «Te estoy besando ahora». Frente al acceso un abrazo y un beso, un sombreo que interrumpió todo y un «hasta dentro de diez años» que dijo ella, pero que espera no sea así, para entonces tendría casi 50 y el tiempo se le acaba, no está para más desencuentros, ni para más malos momentos, ni para más cruces de camino. Una vez más faltó la fotografía. La suerte, la casualidad de encontrarse en esta vida ya se dio aquel octubre de 2004, el resto depende de ellos. Sus vidas, las etapas, los momentos, la diferencia de edades jamás van a coincidir, están desfasados y locos. Sus voluntades no buscan lo mismo, así que seguirán en esta historia de cruces y desencuentros sabiendo que jamás estarán juntos.