sábado, 21 de febrero de 2015

Esperando el Cuevario





Hace años, cuando mi adultez comenzaba, cuando todavía mi inocencia rayaba en la estupidez y mi malicia era casi inexistente, es decir, cuando tenía yo veinte años, pasé un verano en la ciudad de Taxco, en el estado de Guerrero.
De aquellos días conservo recuerdos vívidos de casi todo; destacan los de los conferencistas que nos visitaron. No recuerdo sus palabras, pero tengo memoria de las visitas de Manuel Felguérez, que fumó su pipa y sonrió todo el tiempo. Estuvieron Juan García Ponce, ya en su silla de ruedas, y su hermano Fernando, con su barba abundante, quien cayó en el jueguito infantil y estúpido de uno de mis compañeritos —cuyo nombre he olvidado—, que se dedicó a contradecirlo e increparlo hasta que lo sacó de sus casillas. Pero uno de los sucesos más peculiares fue la visita de José Luis Cuevas.
Recuerdo su pose durante el tiempo que estuvo hablando: el codo sobre la mesa ostentando su muñequera de piel tan emblemática y el cuerpo echado hacia delante, con esa actitud de «mírenme bien, ustedes saben quién soy. Yo soy su padre». ¿De qué habló? No tengo la menor idea, pero puedo imaginar que de sí mismo y su obra, o de cómo fue el primero en hacer tal o pintar cual. Debo confesar, también, que en esa etapa de mi vida era altamente influenciable y desarrollé un prejuicio hacia el maestro un poco antes de saber que estaría frente a él; desde que me enteré que se hacía tomar una foto diariamente para contemplarse, o para registrar su inevitable envejecimiento, o su natural deterioro de «guapito» a viejo. Aquella noche en Taxco, al verlo desde lejos y comprobar que el señor estaba más interesado en posar para nosotros que en enseñarnos algo valioso, me dejé atrapar por mis ideas preconcebidas y, al final, acabé pensando que era antipático y el peor conferencista que habíamos tenido durante aquellas semanas.
Terminada la plática, mi amiga Linda y yo salimos lo más pronto posible para dirigirnos a una habitación que teníamos casi prestada, pues de ninguna manera el dinero que se había pagado por ella se acercaba a la tarifa normal que cobraba el Centro Gastronómico Guerrerense que ocupaba parte de la Hacienda del Chorrillo y que dividía a la Escuela de Artes Plásticas en tres secciones. En la superior, ya casi bordeando el monte, estaban los talleres de pintura y grabado. En la media, que era el casco, estaba el Centro Gastronómico que también funcionaba como hotel boutique, donde precisamente estaba nuestra habitación. Al borde de la carretera, junto a los arcos que marcan la entrada a Taxco, se encontraba la tercera sección, que correspondía a los talleres de escultura, platería y las oficinas, mientras que, del otro lado, la hacienda se convertía en el Centro de Convenciones, donde cada noche se impartían las conferencias. Más abajo aún, casi en el fondo de la cañada, había un galerón enorme, altísimo, con paredes de piedra desnuda y grandes ventanales de arco de medio punto sin marcos ni vidrios. A través de ellos veíamos la agreste vegetación y escuchábamos el agua que bajaba desde el cerro y se perdía en un riachuelo rodeado de una espesa vegetación. Ese galerón funcionaba como el taller de tapiz en el cual pasé todas las mañanas de mi estancia en Taxco.
Pues bien, salimos corriendo hacia nuestra habitación porque, como cada noche, comenzaba el aguacero; había que salir del fondo de la cañada, atravesar la carretera, los talleres de escultura y salir de nuevo por un portonzuelo bajito y pesado a una calleja de piedra que conducía al casco de la hacienda. Linda y yo íbamos casi empapadas cuando, al abrir aquel portón, encontramos a Cuevas medio mojado y encorvado para poder guarnecerse bajo el quicio. Al vernos, reaccionó con una bondad y afecto paternal inusitados: había olvidado su pose —quizá por estar a merced de la lluvia—. Preocupado, quiso saber adónde íbamos; lo cierto es que estábamos casi a punto de llegar, sólo faltaba atravesar la calle y andar otro tanto más hasta una curva para dar con nuestra habitación de techos de teja y decorado colonial en la que encenderíamos la chimenea para calentarnos —así de chula era—. «No, niñas, no se mojen más, están por venir a buscarme en coche, yo las llevo». Antes de que llegara el vehículo que nos salvaría a todos de morir ahogados o por lo menos de pulmonía, nos preguntó si habíamos estado en la conferencia y quiso saber también a qué taller estábamos atendiendo. Supongo que no sabía mucho del tapiz, pues no comentó gran cosa, lo salvó la llegada del coche. De inmediato nos subimos en la parte trasera, yo primero, luego él y después Linda. Adelante iban un chofer y, de copiloto, el director de la escuela, Francisco del Toro. Fue tan corto el camino y duró tan poco el aventón que al maestro sólo le dio tiempo de preguntar por nuestros nombres.
Linda y yo quedamos sorprendidas: ¡Cuevas era otro fuera de los reflectores! Era otro por estar mojado e indefenso, por estar solo, por no desear otra cosa que proteger a unas niñas. En resumidas cuentas: Cuevas dejó de ser Cuevas para ser un tío amoroso de unas sobrinas que olvidaron sus prejuicios para quererlo y admirarlo.

No mucho tiempo después empezó a editarse cada domingo el suplemento El Búho del periódico Excélsior, que incluía el «Cuevario» del maestro. A pesar de mi nivel de estulticia e ignorancia, sus historias se me parecían increíbles; se me hacía imposible que en las narices de Bertha, su mujer, se largara con una y con otra, que gozara de tanta popularidad y entrega de mujeres que solía conocer por montones. Por muchos años seguí leyendo su «Cuevario» con la única esperanza de ver convertida esta inocente historia en una aventura erótica en la que contara, tal vez, que él se había quedado en nuestro cuarto con chimenea, donde habríamos tenido un espectacular ménage à trois todo el fin de semana, o que detallara cómo él y Francisco nos habían elegido, cada uno a la suya, para llevarnos a sus propias habitaciones y quitarnos, de una vez, la inocencia. Pero no, nunca sucedió. Cuevas jamás escribió nada semejante. Tal vez —pienso, con la poca ingenuidad que me queda—, que todo lo que ha contado en su columna tenga mucho de verdad.

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